miércoles, 9 de noviembre de 2011

Se los tragó la tierra-¿ADÓNDE FUERON LOS AMOS DEL LADRILLO?

Fueron los grandes promotores del 'boom' del ladrillo. Otrora admirados y opulentos, cubrieron España de cemento y deudas. Ahora, con el país hundido por el pinchazo de la burbuja inmobiliaria, han desaparecido del mapa. Este es el relato de sus vidas actuales.

El 'boom' del ladrillo-foto.
Algunos miembros del selecto club que formaban los nuevos príncipes de las finanzas, hombres sin pedigrí en el parqué que se habían vuelto muy avariciosos gracias a las enormes plusvalías obtenidas con el boom inmobiliario, pensaron aquel martes negro que solo se trataba de un susto, que el intrépido Enrique Bañuelos había llegado demasiado lejos y el mercado le estaba dando un toque de atención. Aquel 24 de abril de 2007, Astroc, la compañía de Bañuelos, se desploma en bolsa y ejerce un efecto contagio sobre las cotizaciones de las principales inmobiliarias. Pero el suceso no parecía ir más allá. Aquel día nadie hablaba todavía de crisis inmobiliaria, sino de ralentización. Es decir, seguía siendo un buen momento para seguir de compras. Para seguir gastando miles de millones de euros. "Había que bailar mientras sonara la música", explica un testigo de aquellos días.
Cuatro años y 200 días después de aquel martes negro, a los protagonistas de los años dorados del mercado inmobiliario se los ha tragado la tierra. No hay música sino silencio a su alrededor. Se esconden detrás de abogados o agencias de comunicación, expertas en el arte de no decir la verdad con buenas palabras, sin que se note demasiado. No aceptan entrevistas. No acuden a ningún acto social. No aparecen en reuniones sectoriales, ni están en condiciones de dar conferencias en escuelas de negocio. Algunos se debaten en la dura lucha por salvar su patrimonio personal y han vendido sus yates o sus jets, los dos signos externos que caracterizaron una forma de hacer negocio en España a base de suelo, cemento y unas grandes dosis de ambición. "¿Cómo le digo ahora a mi mujer que ya no podrá usar el avión para ir de compras a Milán?", le confesó uno de ellos a su abogado antes de tomar tan fatal decisión.
Aquel martes negro de abril de 2007, la cotización de Astroc cayó un 37,23% y provocó una reacción en cadena que no tardaría mucho en dejar secuelas. En diez días, el valor estrella de la bolsa española, cuya cotización había llegado a multiplicarse por 1.000, se desplomó un 63%. Así que fue algo más que un susto. Algunos bautizaron ese hecho como castatroc haciendo un juego de palabras: las acciones de Astroc habían pasado de valer 6 a valer 70, para luego hundirse a precios inferiores a los dos euros. La ruina. Ante las primeras señales de alarma que cundieron aquella jornada, el gobernador del Banco de España, Miguel Ángel Fernández Ordóñez, se limitó a explicar que se trataba de simples correcciones del mercado y que la desaceleración del sector inmobiliario sería "suave y gradual". La calidad de los pronósticos de Ordóñez no ha cambiado en todo este tiempo. Lo que hubo no fue una desaceleración. Fue un derrumbe.
Astroc no era la mayor empresa inmobiliaria, pero se había convertido en un símbolo. Nació y creció en los años de expansión. Era hija de la pujanza del sector. Era una empresa de aspecto moderno en manos de un empresario joven y dinámico, desconocido por las grandes familias, capaz de llevar la palabra del sector a la quinta avenida. Bañuelos tenía algo que a sus competidores les faltaba, un aire nuevo, un don de gentes inigualable y un buen dominio de la imagen: organizó una paella para 25.000 comensales en Central Park para darse a conocer en Nueva York. Sabía comportarse en cualquier ambiente, podía hablar durante horas (aunque fuera de sí mismo), mostraba un espíritu arrollador para los negocios y una confianza ciega en sus posibilidades: "A mí me dejan desnudo en Central Park y en 24 horas estoy paseándome por la Quinta Avenida en una limusina", llegó a decir. Esa frase todavía la recuerdan hoy los ejecutivos que la escucharon hace cinco años. Bañuelos llegó a captar para sus inversiones a algunos de los grandes empresarios españoles, como fue el caso de Amancio Ortega, el dueño de Inditex. Tres meses después de aquel susto, Enrique Bañuelos dimitió como presidente de Astroc. Fue el primero en caer.
Alguien le traicionó. Alguien vendió dos millones de acciones en un momento muy delicado y contribuyó al hundimiento de Astroc. ¿Quién? Sobre la identidad de ese traidor se han divulgado muchas teorías y ninguna prueba, pero lo cierto es que los grandes del sector no se extrañaron con lo sucedido: para llegar hasta donde habían llegado conocieron muchas traiciones y muchos engaños. Llegar a lo más alto del sector inmobiliario no ha sido un camino limpio para nadie. De hecho, todas las compras y ventas realizadas en los años de la fiebre del oro (del 2003 al 2006) han dejado secuelas en los tribunales, algunas de ellas todavía sin resolver. La traición y el engaño forman parte del negocio, como ha quedado en evidencia en el último episodio conocido.
Hace unas semanas, Luis del Rivero llegó a su despacho pensando que lo tenía todo cerrado para hacerse fuerte en la presidencia de la constructora Sacyr Vallehermoso y, a partir de su acuerdo con la petrolera mexicana Pemex, ejecutar el asalto final a Repsol. Sus socios, incluido quien había sido su mano derecha y fundador de la compañía, Manuel Manrique, estaban con él. Eso pensaba. Pero Manrique cambió de opinión en el último momento y ahora ocupa su cargo. ¿Traición? La versión real de lo sucedido está aun por conocer porque había asuntos pendientes entre los principales accionistas de Sacyr-Vallehermoso a cuenta del pasado.
El mérito de Luis del Rivero había sido diversificar su empresa antes de que llegara el cambio de ciclo: primero intentó un asalto al BBVA y, cuando fracasó, puso el punto de mira en Repsol. Entre medias, Luis del Rivero fue protagonista de muchas conspiraciones en una época donde todo era susceptible de comprarse o venderse. Repsol terminó siendo su salvavidas.
A diferencia de Enrique Bañuelos, Luis del Rivero no parecía tener una doble cara. Se le ha considerado siempre como un personaje poco comunicativo y autoritario. Nadie le recuerda como un ejecutivo amable. Pero fue el único de aquella generación que parecía capaz de sobrevivir a la crisis. El único que ha permanecido al mando de una empresa y podía mirarle a la cara a los bancos.
Entre la traición a Bañuelos y la sufrida por Luis del Rivero han pasado cuatro años y 200 días de pesadilla. Entre Bañuelos (que ha iniciado una nueva vida en Brasil en el sector agroindustrial) y Luis del Rivero, solo han sobrevivido aquellos que supieron vender y retirarse antes de tiempo; es decir, los que ya no están en el negocio, como Manuel Jové, expropietario de Fadesa y ahora accionista del BBVA. O Mario Losantos, expropietario de Riofisa. La mayoría de los que se quedaron vive en libertad condicional: son los bancos quienes dictan sus movimientos.
Luis Portillo es uno de ellos. Un año después de la caída de Bañuelos, hubo de presentar su dimisión como presidente de Colonial, justo cuando se había convertido en uno de los grandes a fuerza de adquisiciones que parecían contradecir la lógica. El pez chico se come al grande endeudándose hasta las cejas. Ese era el estilo de Portillo, quien pareció cambiar de modales desde que dejó su hábitat natural, los alrededores de Sevilla. Si Bañuelos fue el exponente de la escuela valenciana (donde se creó la figura del agente urbanizador que podía poner en marcha complejos residenciales sin ser propietario del suelo), Portillo era de la andaluza, donde las recalificaciones se gestionaban en estrecha colaboración con los poderes municipales. Portillo es un personaje clásico: empezó desde abajo, hijo de albañil, para dedicarse a las reformas de inmuebles. Un hombre muy apegado al terreno, sin cultura pero con un olfato natural para el negocio del suelo. Esa era su virtud y eso le permitió grandes ganancias con un estilo de especulación ortodoxo.
Portillo cambió cuando salió de su territorio. Comenzó a visitar Madrid. Se hizo asiduo cliente del AVE. Tenía excedente de recursos y quería comprar. Adquirió participaciones en bancos como el Santander y el BBVA e hizo un primer asalto a la inmobiliaria Metrovacesa. Terminó comprando Inmocaral, lo que le permitió compartir accionariado con figuras relevantes del establishment empresarial, caso de Amancio Ortega, Alicia Koplowitz o Joaquín Rivero. Después de Inmocaral intentó una opa a Colonial, una empresa tres veces más grande, de la que pudo obtener su control. Junto a su asalto a Colonial, logró comprar un paquete del 15% de FCC y la adquisición de Riofisa. En apenas un año, entre 2006 y el susto del 24 de abril de 2007, Luis Portillo había gastado en compras 4.000 millones de euros. Para entonces, algunos de los hábitos de Luis Portillo habían cambiado.
Ya no era un personaje tan natural. Tan rústico, como le veían en Madrid. Le había echado el ojo a un avión. Había adquirido un colegio privado como consecuencia de unas discrepancias entre su esposa y el director del centro, por un asunto relacionado con los estudios de una de sus hijas: nada más comprarlo, despidió al director. En presencia de unos ejecutivos amenazó al gerente de un hotel con comprar el inmueble y despedir a los trabajadores simplemente porque el personal del establecimiento no le atendió su petición de bebidas a altas horas de la noche, según un testigo del incidente. Ese era el nuevo Portillo.
En diciembre de 2007, Luis Portillo dimitía como presidente de Colonial. Había pasado menos de un año desde que se mostraba capaz de comprar cualquier cosa. Colonial debía 10.000 millones de euros. La acción se había desplomado y pasaba a valer menos de un euro, señal de un final próximo.
Juan José Brugera pasaba a ocupar la presidencia de Colonial, un cargo que ya desempeñó antes de que llegara Portillo. Ese viaje de ida y vuelta tiene su explicación: Colonial era propiedad de La Caixa antes de que los inversores privados entraran en su capital. Tras el paréntesis de Portillo, vuelven a ser los bancos los propietarios de Colonial, principalmente el Popular (9,15%) y La Caixa (5,40%). Y ellos han decidido devolver a su puesto al antiguo gestor.
Desde entonces, Luis Portillo ha desaparecido. No viaja a Madrid. Se ha recluido en Sevilla, donde trata de salvar su patrimonio personal y gestiona algunas propiedades en su antigua zona de influencia. Su antigua empresa, Colonial, le ha puesto una demanda según la cual le pide una indemnización de 669 millones de euros bajo la acusación de que infló el precio de las compras de FCC y Riofisa. Portillo a su vez reclama más de 40 millones de euros al BBVA. En una de sus escasas declaraciones tras su dimisión, Portillo llegó a decir: "Los mismos que ahora me denuncian pusieron el dinero a mi puerta para comprar FCC o Riofisa". Portillo se refiere a los bancos y sus analistas, a los que considera traidores. Los bancos que ahora son dueños de lo que fue su empresa.
Pero este hecho no es exclusivo de Colonial. También sucedió con Metrovacesa, que llegó a ser la primera empresa inmobiliaria del país. En su origen, Metrovacesa perteneció al BBVA, antes de que hombres como Joaquín Rivero y la familia Sanahuja se disputaran su propiedad. Después de todo aquello, más del 80% del capital es ahora propiedad de los bancos.
Durante cuatro años, de 2003 a 2007, Metrovacesa fue objeto de una intensa lucha por el poder entre Joaquín Rivero y los Sanahuja, una familia de empresarios que habían hecho mucho dinero sin salir de Cataluña. Tanto Rivero como los Sanahuja poseían empresas que tenían un tamaño muy inferior al de Metrovacesa. Y curiosamente, los Sanahuja acudieron a comprar acciones (un 4%) en ayuda de Rivero ante una opa lanzada por empresarios italianos. Esa colaboración se transformó en lucha sin cuartel por el dominio de Metrovacesa. Nueva traición: los Sanahuja pasaron de tener un 4% a más de un 20% sin el conocimiento de Rivero. Esa guerra terminó en un pacto: Rivero se quedó con una empresa francesa, Gecina, y los Sanahuja pasaban a desempeñar el control de Metrovacesa.
De haber sido unos gestores prudentes y poco dados a exponerse en público, los Sanahuja también cambiaron de comportamiento. Alquilaron (o compraron) aviones para vivir entre Madrid y Barcelona. Bajo su mando, Metrovacesa emprendió una alocada carrera de compras, sobre todo en el exterior. Adquirieron la sede del HSBC en Londres por 1.600 millones de euros (que luego vendieron por 1.000), activos en Alemania por valor de 280 millones, un complejo inmobiliario en Londres junto a compromisos para levantar un complejo de oficinas diseñado por grandes arquitectos, entre ellos Norman Foster. A finales de 2007, la deuda financiera de Metrovacesa alcanzaba los 7.000 millones de euros, 14 veces su beneficio bruto de explotación.
El 26 de octubre de 2010, Román Sanahuja dejaba la presidencia de Metrovacesa. Sacresa, la empresa familiar, presentaba concurso de acreedores con una deuda de 1.800 millones. La participación de los Sanahuja en Metrovacesa no alcanza ya el 2% cuando llegó a superar el 80%. Los bancos se hicieron propietarios de la compañía.
"El problema es que la suma del crecimiento del crédito junto al incremento del precio de la vivienda hizo solvente a mucha gente", explica el experto José Luis Suárez, profesor del IESE y autor de la página profsuarez.com. "Se cometieron dos errores. Uno, crecer demasiado. En 2006, el crédito de la banca al sector de la construcción e inmobiliario creció más del 40%. Otro error fue que no se tuvo en cuenta la vulnerabilidad de muchas empresas por el excesivo endeudamiento. Y finalmente se gestionó mal la crisis. El crédito concedido al sector sumaba cerca de 430.000 millones de euros y después de cuatro años esa exposición sigue estando en 415.000. A nivel macroeconómico no se ha hecho nada. Hay que tener en cuenta que la deuda soberana en los bancos españoles está en unos 220.000 millones de euros. El problema es que el sector no puede pagar porque solo los intereses anuales deben ser algo más de 20.000 millones y no se genera cash flow para pagarlos".
Algunos analistas culpan a los bancos de lo sucedido. Y a las compañías tasadoras, algunas de ellas propiedad de esos mismos bancos. Nadie quiso ver que los activos se sobrevaloraban, que los créditos eran cada vez más arriesgados, que el mercado se había vuelto tan loco que los peces chicos se estaban comiendo a los grandes.
La actitud de los bancos tiene alguna explicación: sacaban sus beneficios de estas compras. Así sucedió con Banesto, propietaria de la inmobiliaria Urbis, cuando Rafael Santamaría llamó a su puerta. Santamaría era propietario de Reyal, una empresa que tenía la mitad de tamaño que Urbis. Pero no importaba: había crédito para todo. Y Banesto cobraba 1.600 millones por la venta del 50,27% de Reyal. Urbis había firmado un crédito sindicado de 4.000 millones con entidades como SCH, Cajamadrid y Banco de Sabadell. Rafael Santamaría declaraba por entonces que haría más compras, seguramente para el año 2007. Salir a bolsa era una forma de poner en valor la fortuna adquirida por algunos de estos personajes a lo largo de los últimos años. Adquirir tamaño para luego diversificar. Pero nada de esto ha sucedido. Reyal Urbis va por su tercera refinanciación de una deuda que asciende a 3.654 millones de euros y se ha salvado, por un cambio legislativo, de tener que entrar en disolución. Los bancos siguen determinando la actividad de la compañía, que reconoce, a través de un comunicado, que ha facturado un 46% menos por venta de pisos que hace un año. Y que esa venta ha constituido la primera fuente de ingresos del grupo.

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